Sobre un baúl, ciertas navidades, la solidaridad y el mito del eterno retorno

Desde mi infancia, el baúl que trajo mi tía abuela Pilar al llegar a Argentina estuvo presente en mis navidades. En cada una de ellas, lo engalanábamos con el consabido arbolito. A lo largo de mi niñez, retiré de este los regalos que allí me dejara Papá Noel; pasados los años, disfruté de la felicidad de mis hijos cuando descubrían los suyos y, posteriormente, de la de mis nietos.
Al acercarse algunas navidades, buceo en ese simbólico baúl que es la memoria, donde ciertos eventos se unen por la similitud de las emociones que despiertan. Entonces, suelo recordar esta foto que tomé una nochebuena en casa de mi hijo.
Recuerdo la nochebuena de mil novecientos setenta y cinco. Estábamos muy felices, ya que, luego de una muy mala racha laboral, yo había conseguido un trabajo largamente anhelado: representante de ventas de una empresa multinacional, con primer destino en la ciudad de Mendoza. Así fue como, tras una capacitación en Buenos Aires y la búsqueda de vivienda en esa hermosa ciudad cuyana, viajé a Tandil para buscar a mi esposa y a nuestro hijo, que tenía un año y medio.
El 24 de marzo de 1976, tras la carga de nuestros muebles por la empresa de mudanzas, partimos hacia Mendoza. Durante el viaje, charlamos sobre lo ocurrido esa madrugada en el país, sin imaginar los sucesos que se desencadenarían después.
Instalados en la casa que había alquilado en el barrio Santa Ana (Guaymallén), los días y sucesos discurrían con una mezcla de sensaciones. El año, que había arrancado vestido de alegría, mudó en marzo a profunda tristeza y, pocas semanas después de nuestra llegada, se convirtió en una mueca dramática: de Tandil nos llegó la noticia de que a mi padre le habían descubierto el cáncer de pulmón que se lo llevaría un año después. El viaje para estar cerca el día de la operación, el dolor por la confirmación del diagnóstico terminal y el regreso a Mendoza fueron hechos que se sucedieron a una velocidad tal que no dio demasiadas posibilidades de entender claramente lo que nos pasaba.
El invierno pasó, y, acompañada de la congoja que producía estar lejos de Tandil en tiempos tan dolorosos, llegó la primavera. El barrio, de gesto amable y casas bonitas, ayudaba un poco a suavizar las cosas. Mucho contribuía a ello la felicidad de ver jugar alegre en el jardín delantero a nuestro hijo. Aunque no teníamos mucho trato, cruzábamos alguna que otra conversación con los vecinos, en particular con un matrimonio de algo más de cincuenta años que vivía en la casa lindera, a la izquierda. En alguna de esas charlas, les contamos lo que nos sucedía y nos dijeron que estaban a nuestra disposición para lo que necesitáramos. Ambos estaban enamorados de nuestro hijo, al que llamaban "el ruludo".
Una mañana de octubre, cuando quise sacar el auto para ir a la oficina, me di cuenta de que la única salida que tenía la calle estaba bloqueada por vehículos del ejército y unos uniformados comenzaban a requisar las viviendas. Entré a casa y, contándole a mi esposa lo que sucedía, le dije que me ayudara a juntar cosas que podrían perjudicarnos. Si bien ni ella ni yo habíamos militado, nuestro pensamiento estaba muy lejos del de la dictadura. Conociendo los métodos que usaban, nos preocupó lo que ocurría en el barrio. Así fue como buscamos cosas que, a la "particular" mirada de los "visitantes", podrían resultar comprometedoras. Una vez hecha la selección, comenzamos a arrojarlas por encima de la pared de la derecha; tras ella, había un terreno baldío. Mientras nuestro hijo nos miraba, lanzamos por encima del muro un disco de César Isella, otro de Horacio Guarany y algunos libros. Terminada la tarea, nos sentamos a esperar. El tiempo pasaba y nadie golpeaba a nuestra puerta. Pasado un rato y con cierto resquemor, salí a ver si venían. Para mi sorpresa, no había nadie y la salida estaba despejada. Me quedé parado en la vereda. A los minutos, salió el matrimonio de la casa lindera y me preguntó cómo nos había ido con el grupo de visitantes. Les dije que no nos habían visitado. —¡Qué raro! —expresó el esposo. Se quedó pensando un momento y me dijo: —A lo mejor sabían que vos trabajás en una empresa extranjera y por eso no entraron.
Con un estado de ánimo no muy bueno, llegamos al lunes de la semana de la Navidad. El viernes siguiente sería nochebuena. Nuestro ánimo no estaba para demasiados festejos y armamos en el living un pequeño arbolito, solo para que nuestro hijo descubriera lo que Papá Noel le traería.
El jueves no fui a trabajar, ya que nos habían dado franco. Esa mañana, estábamos en la cocina tomando mate con mi esposa cuando escuchamos que golpeaban a la puerta. Abrí y me encontré con la vecina. No quiso sentarse y, con las manos apoyadas en el pecho y la voz quebrada, nos dijo:
—Chicos, les pido disculpas por el atrevimiento, pero quiero decirles que mañana los invitamos a pasar la nochebuena en casa junto a nosotros y nuestra familia. No podemos recibir la Navidad y festejar sabiendo que ustedes están aquí, sufriendo por lo que les pasa. Sentiríamos que somos unos insensibles, ajenos a su dolor.
Conmovidos por el gesto, nos miramos con mi esposa y le dijimos que sí. En ese momento, sentimos que habíamos recibido el afectuoso y empático abrazo que produce la capacidad de algunas personas para levantar la mirada y reconocer la existencia del otro y sus necesidades: solidaridad en grado puro.
En la noche de esta Navidad de 2023, resonaron en mi memoria la voz de mi padre y sus comentarios sobre su oficio de constructor de caminos. Se sumaron a ellos los relatos de mi tía abuela sobre la sinrazón de una época que generó la dictadura franquista, la expulsó a ella y a mi madre al exilio republicano y las condenó al espanto de dos campos de concentración. Ecos de esa historia dibujaban en el aire la figura de Ouroboros.