Sobre nombres propios, exilios, relatos y las razones de una novela

04.05.2024

Quienes se ven obligados a marchar al exilio, empujados por las crueles corrientes de la sinrazón que los alejan de sus costas vitales, cargan con el dolor de la partida y la angustia de sentir que jamás volverán a su tierra. A pesar de ello, refugian en su equipaje interior los mejores recuerdos: aquellos que les hablan de los tiempos de sonrisas y de un cielo poblado de sueños. También se aferran a su suelo a través del lenguaje y de los nombres propios con los que nombran sus cosas propias. Por eso, siembran esos nombres en sus descendientes, para que los hagan suyos.

Este fue el caso de mi tía abuela Pilar, aquella vasca de Deba, que enriqueció mi vocabulario con sus palabras. Entre ellas está quiosco, la que usaba para nombrar la construcción de la plaza de Tandil frente a la cual pasábamos cada tarde, cuando me iba a buscar al colegio. Me apropié para siempre de ese término, aunque no fuera el habitual en el habla tandilense. Muchas veces nos sentábamos en un banco, y ella —que tenía el don de la narración— me contaba historias que se fueron alojando en mi ser.

Pasados los años, el recuerdo de mi tía abuela Pilar cobró forma de novela: Pompilio Madrigal. Mientras la escribía, merodeaban por mi cabeza aquellos relatos. Una vez editada, la naturaleza existencial desató los vientos del desexilio, y una suma de generosas voluntades se convirtió en el velamen que me llevó a desembarcar con mi novela en Deba. Ese pueblo se vistió de hospitalidad, me ofreció el cielo poblado de sonrisas y sueños que Pilar dejó al partir, abrió las puertas de la casa en la que naciera, me mostró la farmacia de su padre y me tendió generoso sus calles.

Un día, paseando por la alameda, me detuve largo rato frente al quiosco para dejar que ese nombre me fuera propio de toda propiedad. Y ahí, en ese suelo, en ese momento, el nombre vasco se me hizo carne.

Después, al andar por las calles de Deba, sentí que los vientos corrían la melancolía que habitaba en los relatos de mi tía abuela, y que un vuelo de sonrisas cubría el cielo. Así fue como, sentado en un banco de la alameda, al ver pasar a una abuela con su nieto de la mano, tuve la certeza de que, cien años después, había traído a Pilar de regreso a su pueblo. Y sentí que, en algún lugar, ella sonreía mientras contaba una historia.