La valija marrón

Sucede, a veces, que algún acontecimiento de nuestra niñez nos marca profundamente y queda guardado en un casillero de la memoria emocional. Lo curioso es cuando en una situación impensada se te aparece de repente con su significado a cuestas.
Tiempo atrás di una capacitación de ventas en distintas sucursales bancarias de la provincia de Buenos Aires. El itinerario me llevó de regreso a mi pueblo natal, al que no volvía desde hacía mucho tiempo.
Esa mañana, de camino al banco, atravesé la plaza principal. Vinieron a mi mente los días de la escuela primaria: la salida del colegio por las tardes, el carrito de facturas y los juegos infantiles. Sonreí al recordar un episodio singular que viví ahí cuando tenía diez años. Acompañado por esa remembranza, entré a la sucursal para iniciar mi tarea.
La capacitación avanzaba de acuerdo con el programa habitual cuando, en la parte donde hablo sobre las características, forma de presentación y necesaria verosimilitud de los argumentos de venta, se produce un pequeño debate. Un asistente, que ya había tenido una serie de intervenciones inoportunas y un tanto agresivas, me pregunta:
—Discúlpeme, ¿usted no nos estará enroscando la víbora?
Permanecí un instante en silencio, mirándolo. Debo confesar que, a esta altura de la reunión, el sujeto en cuestión ya había hecho que cobraran gran volumen ciertas partes de mi anatomía. Reprimí, no sin esfuerzo, la primera respuesta que vino a mi boca. Me acerqué a donde estaba y dibujando en mi cara una sonrisa que ofrecía complicidad le dije:
—Es muy curiosa su pregunta y, de una manera particular, se conecta conmigo. ¿Sabe una cosa? Igual que usted nací en este pueblo, voy a contarle algo: Cuando era chico, mi tía abuela, una entrañable vasca, iba todas las tardes a buscarme a la salida del colegio. Para regresar a casa, teníamos que cruzar la plaza. Una de esas tardes, vimos que se había instalado frente a la Glorieta un vendedor ambulante, uno de esos turcos que en aquellos tiempos iban por los pueblos ofreciendo su mercadería. Movidos por la curiosidad, nos acercamos, había bastantes personas a su alrededor. Yo me ubiqué en primera fila y mi tía abuela se quedó a prudente distancia. El vendedor había armado dos mesas portátiles y colocado entre ellas una valija marrón muy grande que rápidamente llamó mi atención. Acomodaba sobre una de ellas manteles, repasadores, servilletas y, en la otra, peines, peinetas, distintos elementos de costura y varios abanicos.
Una vez terminada la puesta en escena, tomó alguno de los productos. Sonriendo, los exhibía con la habilidad de un prestidigitador. Luego, dejó todo sobre la mesa y comenzó a hablarle al público con ese particular y simpático acento de los turcos recién llegados al país. "Abanicos, beines, beinetas de excelente calidad y a buen brecio", decía. Después, les dijo que, para demostrar lo confiable que era su palabra, les proponía llevar adelante una prueba de riesgo que implicaba confiar en él y que, para ella, necesitaría un voluntario. Yo, que tenía una particular atracción por los desafíos y las aventuras, me sentí interpelado y me ofrecí de inmediato. Él me invitó a que me acercara y me ubicó entre las dos mesas, al lado de la valija marrón. Me recomendó que mirara al público durante todo el desarrollo de la prueba, que era muy importante que hiciera eso. Obediente y entusiasmado por ser el protagonista de la prueba, le hice caso. Entonces, el turco se acercó a la valija y escuché que la abría. Fiel a la consigna, permanecí inmóvil y con la mirada clavada en la gente. De repente, escuché la exclamación de esas personas y vi una expresión de asombro en sus caras. Impulsado por esa situación, desobedecí y dirigí la mirada hacia abajo. Quedé paralizado: adentro de la valija había una enorme serpiente. Desesperado, levanté la vista y, muerto de miedo, pidiendo auxilio con la mirada, busqué a mi tía abuela entre el público. Ella, que junto a mi madre había atravesado dos guerras y dos campos de concentración, con un simple movimiento de cabeza me devolvió el aplomo.
El turco se me acercó y comenzó a enroscarme lentamente la serpiente en el cuello. Yo tenía una mezcla de sensaciones y temperaturas: el frío de la serpiente en el cuello y un enorme calor que me subía por las piernas. Permanecí inmóvil, casi sin respirar, aterrado, no quería hacer un solo movimiento que irritara al bicho; pasado lo que me pareció una eternidad, el turco comenzó a desenroscarla lentamente de mi cuello. Una vez hecho esto y con el afecto y cuidado de quien traslada algo muy querido, la llevó hasta la valija y la colocó ahí. Después regresó a mí, apoyó su mano en mi hombro, me felicitó por la valentía, me regaló un peine y me despidió. Inmediatamente, se dirigió al público y comenzó a vender sus productos.
Bueno… no sé si con esto habré respondido su pregunta, pero le agradezco enormemente que la haya formulado permitiéndome evocar un entrañable momento que sospecho fue fundacional en mi existencia. De todos modos, y para su tranquilidad, fíjese que aquí, a mi lado, como usted podrá observar, no hay ninguna valija marrón.
Permanecí unos segundos mirándolo a los ojos y, apoyado en su silencio, caminé hasta el centro y retomé la capacitación.