Insurrección

26.01.2025

Francisco amaneció esa mañana más rebelde que de costumbre, absolutamente decidido a contradecir al sistema y harto de mandatos sin sentido. En una actitud insurgente, acompañó el mate amargo con varias galletitas diet, generosamente bendecidas con porciones de dulce de leche.

Después de esto, salió a la calle y le espetó un cumplido a su hermosa vecina. Ella lo miró sorprendida.

Caminó hasta la entrada del subte silbando una canción de Manu Chao. En el trayecto, cortó una rosa de un jardín, pensando que ya encontraría a quién obsequiársela. Al llegar a la estación Osvaldo Pugliese, levantó la mano izquierda con el puño para saludar la imagen del músico. En ese momento, notó la mirada piadosa de una señora paqueta. La saludó con una sonrisa cómplice y le entregó la flor que había arrancado. Luego descendió por la escalera mecánica, soportando los embates de una hueste apresurada y absorta en prisas absurdas.

Ya en el andén, esperó pacientemente a que pasara el tropel que se abalanzaba sobre los vagones, como si estos fueran parte de la última formación que abandonaría la Tierra antes de la explosión final. Una vez sentado, comenzó a observar a sus compañeros de viaje. Al hacerlo, sospechó que por los ojos de varios de ellos corrían ríos de benzodiazepinas que bañaban costas de deseos insatisfechos.

Cuando llegó al final del recorrido, salió a la superficie y se dirigió al trabajo, aceptando que era imposible librar a la sociedad del gobierno de pautas absurdas. Ingresó a la oficina, saludó cordialmente, se sentó en su puesto, encendió la computadora, adoptó la forma externa que el sistema exige y, absolutamente concentrado, comenzó a escribir un poema de amor.