Fragmentidad

El parque es vasto, repleto de árboles que ofrecen una sombra refrescante, bienvenida en un verano tan abrasador. En el corazón del lugar se alza una imponente casa, alrededor de la cual los habitantes buscan alivio del calor, sentados en los bancos bajo las copas frondosas.
Abelardo es uno de ellos, un joven peculiar apasionado por la poesía. Es capaz de recitar de memoria versos de decenas de autores, pero su preferido es André Breton. Los poemas de Breton —como El Penacho, Girasol o Todo Paraíso No Está Perdido— le brotan con tanta naturalidad que parecen suyos. En esos versos encuentra refugio, especialmente en los momentos en que siente que las sombras de su pasado lo persiguen.
Abelardo ha hallado un relativo sosiego en esta comarca. Los vecinos, sumidos en sus propias rutinas, no cuestionan su presencia ni su origen. De vez en cuando, alguno intenta iniciar una conversación, pero él se protege detrás de los versos de Breton, usando la poesía como un escudo. Sin embargo, hay días en los que el peso de su soledad y los recuerdos lo abruman, haciéndolo añorar tiempos más simples, antes de que su vida estuviera marcada por la misión que le asignaron al cumplir quince años.
En esas ocasiones, Abelardo se permite bajar la guardia. Conversa con los vecinos y casi logra convencerse de que es como ellos, de que su vida no está marcada por las amenazas que lo acechan. Pero estos momentos son breves. Las figuras que lo persiguen siempre regresan, insistiendo en desentrañar el secreto que guarda con tanto celo.
Uno de los episodios más desconcertantes ocurre cada sábado por la tarde, cuando aparece un joven idéntico a él. Este doble, con una actitud amigable, se sienta a su lado, intenta entablar conversación y le lleva revistas y un paquete de medialunas, sabiendo que a Abelardo le gustan. Aunque tentado, Abelardo nunca le responde más que con frases evasivas o incoherencias, resistiendo sus intentos de acercamiento. Después de que el joven se va, Abelardo cede a sus impulsos: devora las medialunas y hojea las revistas, como si con ello desactivara la tensión del encuentro.
Ese verano, la sensación de que algo grande se aproxima lo mantiene en vilo. Abelardo ha comenzado a prepararse para lo que percibe como un ataque inminente. Ha recolectado provisiones y fabricado objetos rudimentarios de defensa, decidido a protegerse. Una y otra vez, repasa en su mente cómo podría enfrentar a quienes lo persiguen.
El sábado señalado, el calor es opresivo. Abelardo, como siempre, observa desde la ventana antes de salir. Su corazón se detiene al notar que los bancos del parque están ocupados por figuras que no pertenecen al lugar. Ellos han llegado.
Por un momento, la sensación de estar acorralado lo paraliza. Luego, un pensamiento inesperado lo impulsa: atacar primero, tomar el control. En un arrebato de decisión, toma sus herramientas y baja al parque. Su respiración es pesada mientras se oculta tras una columna, observando cómo tres figuras conversan en un banco cercano. Aprovechando la oportunidad, se lanza hacia ellos.
Lo que sigue es un caos difuso. Voces que intentan calmarlo, manos que lo sujetan con fuerza. Abelardo se defiende con desesperación, pero su resistencia disminuye cuando siente un pinchazo en el brazo. La debilidad lo invade y, mientras la oscuridad lo envuelve, alcanza a pensar: "Esto no ha terminado."
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Daniel llega al neuropsiquiátrico, como todos los sábados le lleva unas revistas. También un paquete con medialunas, cuando iban a la escuela su madre le ponía en la mochila cuatro de esas facturas para que compartiera con su hermano. Durante toda la primaria fueron compañeros de banco. Al salir al recreo Abelardo mostraba una gran impaciencia que se disipaba cuando Daniel le daba las medialunas. Recuerda claramente la sonrisa de felicidad con la que las recibía.
Abelardo ha tenido un episodio. En su confusión, atacó a tres pacientes, quienes ahora se recuperan bajo observación. Daniel, con el corazón apesadumbrado, se retira lentamente. Mientras espera el tren, piensa en su hermano, en lo que pudo haber sido diferente. Subiendo al vagón, se sienta junto a la ventana y, como si fuera un gesto de reconciliación, abre el libro de Breton que lleva consigo. Las palabras fluyen entre sus labios, susurrando una conexión que ni la distancia ni la enfermedad pueden borrar.