El homenaje

03.05.2024

Mientras sonaban los acordes de aquel pasodoble que escuchara por primera vez muchos años atrás, vinieron imperceptiblemente a la memoria de Juan imágenes de su infancia en aquel pequeño pueblo de provincia. Desde los cinco años había vivido en casa de Concepción y Socorro, las dos tías que se habían hecho cargo de él luego de que sus padres fallecieran en un accidente.

Cálidos atardeceres poblados de infantiles aventuras a orillas del río habían hecho discurrir apaciblemente esos primeros años de su vida y, a pesar del inevitable dejo de tristeza que le daba su condición de huérfano, sentía que había tenido una infancia feliz.

Recordó que poco después de cumplir trece años ocurrió en el pueblo un gran acontecimiento: se inauguraba la Estación Terminal de Ómnibus. Esta, largamente esperada por los vecinos, se concretó en muy corto plazo gracias a la donación de unos terrenos por parte de Doña Leonor Aristu, viuda de Bacigaldúa. Como única condición, ella pidió que se colocara una placa en memoria de su marido, Don Leopoldo, fallecido súbitamente en uno de sus frecuentes viajes a Buenos Aires. Doña Leonor tomó la decisión de donar los terrenos inmediatamente después de dar cristiana sepultura a su esposo, tras traer sus restos de la capital.

Si bien mantuvo bajo estricta reserva las circunstancias en que él falleció, anunció a los cuatro vientos que, en homenaje a la viril y heroica manera en que había abandonado su terrenal morada, ella misma encargaría la placa en Buenos Aires. Se ocuparía también de traer a los obreros que la colocarían, y solo el día de la inauguración se descubriría la inscripción, revelando así el épico evento en el que perdió la vida.

Ese domingo, Concepción y Socorro se vistieron con sus ropas para grandes ocasiones y lo propio hicieron con su sobrino. Tan importante consideraron la ocasión que autorizaron a Juan a estrenar sus primeros pantalones largos. De natural curiosas y chismosas, ese día sus tías se hallaban particularmente excitadas y no paraban de mencionarle la indeleble huella que aquel acontecimiento dejaría en la historia del pueblo. No solo se inauguraba una obra largamente anhelada, sino que además se conocería la heroica manera en que tan ilustre vecino había perdido la vida, quedando su memoria grabada en el bronce para orgullo de las generaciones futuras.

Cabe señalar que Concepción y Socorro, dos empedernidas solteronas, habían sido rivales de Leonor en la juventud, disputándose el amor de Leopoldo. A pesar de los años transcurridos, la envidia seguía viva, pues no solo había compartido la vida con él, sino que ahora sería ella quien descorriera el velo de la placa que lo inmortalizaría.

Juan, habitante de un mundo de fantasía y lector ávido de novelas de caballería, imaginaba que más allá de la inauguración ocurriría una serie de hechos fantásticos, llenos de magia y heroísmo, vinculados con el misterio que rodeaba aquella muerte. Se figuraba algo semejante al último combate del Cid Campeador.

La banda municipal hacía ya un largo rato que, al ritmo de valses, marchas y pasodobles, amenizaba la espera de los vecinos que aguardaban la llegada del intendente. Este, tras un encendido discurso, colmaría de alabanzas a Doña Leonor y a Don Leopoldo antes de declarar oficialmente inaugurada la estación. Mientras tanto, el moderno coche doble camello de la empresa Caminos al Sur (CASUSA) aguardaba el fin de la ceremonia para emprender su viaje inaugural a la Capital. Entre los pasajeros estarían el intendente, Doña Leonor, Concepción, Socorro y Juan. Este último era el más ansioso, pues sería su primer viaje a la Capital y, además, conocería el escenario en el que Don Leopoldo había exhalado su último suspiro.

Finalmente, en el viejo pero imponente coche familiar llegó Doña Leonor acompañada del intendente. Bajo el tórrido sol de la tarde, descendieron del auto: ella, de luto riguroso; él, con un impecable traje azul rayado y mostachos más brillantes y tiesos que nunca. La solemnidad creció con el fervor patrio al entonar el himno, seguido del esperado discurso. Entonces, llegó el momento culminante: Doña Leonor se acercó a la placa al compás de un pasodoble. Con ademán decidido, tiró de la soga y el lienzo bordó cayó al suelo.

En ese instante, una exclamación unísona surgió del público. La banda dejó de tocar y el trombón emitió un sonido más parecido a un grito de espanto que a una nota musical. La placa quedó a la vista y todos pudieron leer la inscripción que Doña Leonor había hecho grabar en el bronce:

"A la memoria de Don Leopoldo Bacigaldúa, que falleciera de un infarto en un burdel de Buenos Aires mientras manoseaba a una puta. Que Satanás lo recoja en las oscuras tinieblas del averno y no lo deje salir de allí.
Doña Leonor Aristu, viuda de Bacigaldúa — febrero de 1959."

El aplauso lo trajo de vuelta.
Los acordes finales de aquel viejo pasodoble, ahora con arreglos de jazz, lo devolvieron al presente. El telón del teatro se corría, dando fin a su última comedia musical, mientras el público estallaba en aplausos. Juan se preguntó cuánto habría influido aquel episodio de su infancia en su vocación de autor de comedias musicales.