El Anticuario

12.01.2025

A fines de los setenta, en Buenos Aires, al adentrarse en Palermo Viejo, cerca de la mítica fundación borgeana y la actual Plaza Cortázar, uno podía encontrar un sitio singular. En un pasaje con una sola vereda, identificado por un viejo cartel, se hallaba una casona antigua convertida en tienda de antigüedades.

El cartel rezaba en letra cursiva: Antigüedades — Recuerdos de un viajero — Encuentre el suyo. Si uno, atraído por el cartel y el encanto sugestivo de la casa, decidía entrar, era recibido por los acordes de un llamador de cristales. Respondía al sonido el propietario: un hombre de imprecisa edad, alto, delgado, de cabello largo y canoso, con una singular apariencia.

Se presentaba estrechando la mano con firmeza, miraba a los ojos como si escudriñara el alma y decía:

—Oliverio Campodónico. Mi tienda está a su disposición. Vea si algo le interesa.

Dicho esto, guardaba silencio.

Con el tiempo supe que Oliverio había pasado la mayor parte de su vida recorriendo el mundo. De joven, respondiendo al llamado de sus raíces, se fue a España y se unió a las Brigadas Internacionales. Participó en la cruenta y desesperada batalla del Jarama.

Tras la derrota republicana, marchó a África, donde ejerció como enfermero con el altruista propósito de ayudar. Recorrió los países más pobres a bordo de una vieja furgoneta Volkswagen, desplegando su amor por el prójimo. Dominaba varios idiomas y dialectos, lo que le permitió recoger historias que iban desde antiguas enseñanzas sufíes hasta leyendas tribales. En sus viajes acumuló objetos que luego guardaba en la vieja casa familiar en Buenos Aires.

En 1973, cansado de tanto andar, regresó definitivamente y convirtió la casona familiar en tienda de antigüedades.

Por entonces yo tenía veinte años y estudiaba Filosofía y Letras. Me consideraba un buscador de verdades, y mi búsqueda me llevó a Oliverio. Pronto me convertí en asiduo visitante y testigo de su peculiar relación con los clientes. Día tras día veía cómo mostraba mundos mágicos a quienes cruzaban la puerta. Parecía intuir con precisión lo que cada uno buscaba. Tras un rato, elegía un objeto y narraba su historia:

—Este pedazo de ónix, por ejemplo, fue parte de la empuñadura de una espada de la Mesa Redonda. Se dice que quien reúna todas las piezas hallará el amor perfecto.

O bien:

—Este fragmento de un cuaderno de bitácora proviene de un barco hundido. Contiene un mensaje del capitán que cazó a la ballena blanca. Si alguien encuentra las dos partes que faltan, se convertirá en dominador absoluto de los océanos.

Sin embargo, la transacción no seguía los cánones habituales. Oliverio no aceptaba dinero. En cambio, pedía dos cosas:

  1. Sacarse una foto junto a él, bajo un tapiz que representaba a Rashnu, el Ángel Persa de la Justicia.
  2. Escribir en un cuaderno tres compromisos de cosas que jamás harían para dañar a la humanidad. Aceptaban también que, si rompían sus promesas, su imagen en la foto se desfiguraría horriblemente y sufrirían tormentos morales.

Las narraciones de Oliverio transmitían esperanza, solidaridad y el sueño de un mundo mejor. Citaba epopeyas como la rebelión de Espartaco, la lucha de Sandino, la vida de Gandhi o el idealismo del Che. Poco a poco, su tienda se llenó de jóvenes que buscábamos sentido y creíamos que, con Oliverio, habíamos encontrado las respuestas.

Yo pasaba cada vez más tiempo con él. Observaba cómo coleccionaba fotos y promesas, disfrutando de nuestra compañía y atención. En un rincón de la tienda, sobre una repisa, descansaba un cofre que nadie podía abrir. Era de madera fina, con láminas de oro e incrustaciones de brillantes. Oliverio decía que un viejo hechicero africano se lo había dado en custodia, advirtiéndole que no lo abriera. Contenía, según el hechicero, el origen y destino de la humanidad, un conocimiento que ningún mortal podía soportar.

Una mañana, mientras me dirigía a la tienda, vi cómo unos hombres subían con violencia a Oliverio a un auto que desapareció rápidamente. Con el corazón desbocado, entré a la casa, vacía en ese momento. Recogí el tapiz, las fotos, los cuadernos, la máquina fotográfica y el cofre, los metí en un bolso y me alejé corriendo.

No volvimos a saber de Oliverio. Quedó inscripto en la lista de desaparecidos. Temiendo por mi vida, crucé a Brasil y, finalmente, recalé en París. Hoy, convertido en un reconocido anticuario, aún conservo aquellos objetos en un lugar especial de mi tienda. Bajo el tapiz de Rashnu, reposan el cofre, los cuadernos y la máquina fotográfica. Entre las fotos, algunas muestran a Oliverio junto a los visitantes, con su mirada intensa y esa sonrisa enigmática que parecía contener un mundo de secretos. Pero hay una en particular que siempre me intriga: el rostro del joven de cabello rubio que acompaña a Oliverio está desfigurado. Nunca entendí por qué sucedió eso.

Muchas veces, recordando sus conversaciones, me pregunto si Oliverio, con su peculiar modo de ver la vida, quiso enseñarnos la importancia de formularnos preguntas y que trató de hacernos ver que la mejor manera de ampliar nuestro mundo interior es levantar la mirada, reconociendo a los demás. 

El cofre sigue cerrado, nunca lo abrí. Sé que no estoy preparado para conocer su secreto, y dudo que alguien lo esté.