Donde el jazmín florece

Aquellas lejanas tardes de barrio eran ceremonias cargadas de encanto: transcurrían iluminadas por la luz que tienen los momentos ideales, melodiosos acordes de risas infantiles inundaban el aire, a la salida del colegio las calles de tierra se vestían de juegos. Las zanjas que corrían junto a la vereda se transformaban en ríos en los cuales era posible bañarse dos veces, los potreros se convertían en bulliciosos estadios en los que la ilusión ganaba por goleada. Entre los cañaverales encontraban refugio aventuras heroicas, al conjuro del jazmín aparecían urgentes los primeros amores. Al cobijo de frondosos árboles se intercambiaban promesas de amistad eterna. Al final de la cuadra por cuerdas de plata se trepaban los trenes y al caer la tarde se levantaba la palabra en coloquios ingenuos, liberando esperanzas de un mundo mejor. Así, apacible, discurría la vida.
Si pasados los años y a pesar del esfuerzo de los agentes del tiempo, de los refutadores de ideales, de los acalladores de risas, de las frías oleadas de asfalto que secaron las calles ahuyentando los ríos, de tanto sicario de palabra en cierne, sucede que con el alma atenta se recorren senderos de la geografía interior: lo vital de la tierra sanará las heridas, se escucharán nuevamente las risas, será posible bañarse en el mismo río, volver a ganar de local, permitir que el jazmín renueve el buen amor, cumplir las promesas vencidas y descubrir lo esencial. Entonces, así, renovada, proseguirá la vida.